La invitación de México a los autócratas Vladímir Putin de Rusia y Nicolás Maduro de Venezuela para la toma de posesión de la virtual presidenta electa Claudia Sheinbaum el 1 de octubre está lejos de ser una costumbre protocolar de la diplomacia mexicana, como lo trata de minimizar el gobierno mexicano.
En los hechos, es una legitimación oficial de dos de los peores dictadores del mundo.
La noticia de la invitación de México a Putin fue reportada por primera vez por los medios rusos la semana pasada. El periódico Izvestia citó a un funcionario de la Embajada de México en Moscú diciendo que la “invitación para participar en la toma de posesión de la presidenta Sheinbaum fue enviada al presidente Putin”.
El tema fue noticia de inmediato, porque Putin tiene una orden de arresto de la Corte Penal Internacional (CPI) por crímenes de guerra durante su invasión de Ucrania.
Los expertos en derecho internacional coinciden en que México, como miembro de la CPI, tendría que arrestar a Putin si pone un pie en su territorio. Pero el presidente populista de México, Andrés Manuel López Obrador, dijo respecto a un potencial arresto de Putin que “nosotros no podemos hacer eso, no nos corresponde”.
Sheinbaum luego trató de restarle importancia al tema, diciendo México siempre invita a todos los jefes de Estado de los países con los que tiene relaciones diplomáticas a las ceremonias inaugurales de sus presidentes.
El ministro de Relaciones Exteriores designado por Sheinbaum, Juan Ramón de la Fuente, dijo que 208 jefes de Estado han sido invitados, como parte de una práctica protocolar para tales ocasiones.
Pero estas explicaciones oficiales tienen más agujeros que un queso suizo.
No es cierto que México haya invitado a todos los países con los que tiene vínculos diplomáticos a la toma de posesión de Sheinbaum. López Obrador admitió que México no ha invitado a Perú y Ecuador al evento por “diferencias” con los gobiernos de ambos países.
Si bien México rompió recientemente relaciones con Ecuador por el arresto en ese país de un exvicepresidente ecuatoriano acusado de corrupción que estaba asilado en la embajada de México, el gobierno mexicano sigue teniendo relaciones diplomáticas con Perú.
López Obrador ha acusado a la presidenta peruana Dina Boluarte de ser una presidenta ilegítima, afirmando falsamente que el expresidente peruano, Pedro Castillo, había sido derrocado ilegalmente.
De hecho, Castillo fue derrocado constitucionalmente después de que anunció el cierre del Congreso en un autogolpe para asumir poderes absolutos.
Es irónico que México invite ahora a Maduro, quien se robó descaradamente las elecciones del 28 de julio, mientras que al mismo tiempo no invite a la presidenta legítima de Perú.
Además, la explicación oficial de que México siempre invita a todos los países a sus ceremonias inaugurales es cuestionable, me dicen fuentes diplomáticas mexicanas.
Es cierto en tiempos normales, pero estos no son tiempos normales. Cuando Rusia invade un país vecino como Ucrania, o Maduro comete un fraude electoral monstruoso que amenaza con provocar un nuevo éxodo de millones de refugiados venezolanos, estamos hablando de situaciones extraordinarias.
El ex secretario de Relaciones Exteriores de México, Jorge Castañeda, me dijo que en la década de 1990, cuando muchos países latinoamericanos hicieron la transición a la democracia, se hizo una costumbre, los presidentes de la región inviten a sus colegas a sus ceremonias inaugurales. Pero con la actual tendencia de regreso a las autocracias, esa tradición ya no tiene sentido, agregó.
“Si Maduro va a México, sería un aval completo de México al fraude electoral de Venezuela”, me dijo Castañeda.
Mi sospecha es que Putin no irá a México —para qué tomar semejante riesgo—, pero que Maduro sí lo hará. A diferencia de Putin, Maduro está bajo investigación, pero aún no ha sido condenado por la CPI.
Y Maduro está buscando desesperadamente cualquier manto de legitimidad internacional después de su reciente fraude electoral. Estaría más que feliz de aparecer en la foto junto a presidentes latinoamericanos democráticamente electos.
Si eso ocurre, el nuevo gobierno de Sheinbaum se convertirá en cómplice de uno de los mayores fraudes electorales de la historia reciente de América Latina.