Las penas se vuelven buenas…

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por Alfredo Cuéllar

Confieso que no soy escritor profesional. Tampoco soy un analista acreditado, y mucho menos un especialista de fama. Soy un ex profesor universitario de avanzada edad que al combinar mi acervo académico con la experiencia de más de 7 décadas, considero mi obligación cívica compartir puntos de vista, razones y visiones, cuando encuentro quien las publique.
Desde que Donald Trump triunfó en las elecciones de los Estados Unidos, donde radico, me llené de pena, de una de las vergüenzas más grandes que haya tenido. Mi ego personal fue herido dramáticamente, peor que cualquiera de mis derrotas en canchas deportivas del mundo, pues jugué profesionalmente el baloncesto.
Mi pena no fue tanto de ver a un individuo que no respeto, nunca he respetado, y hasta la fecha, no sólo ha fallado en hacer algo para que le brinde el beneficio de la duda, sino precisamente lo opuesto, a partir de lo que hace, declara, o deja de hacer, cada vez menos confío en él. Pues este improvisado político, ungido al puesto más importante del mundo, es parte de mi pena, pero no es la razón principal. La principal fuente de mi pena es que durante las elecciones, el mejor y más acucioso y esforzado análisis de mi vida académica y experiencia de vivir, me llevó a asegurar que era imposible que este hombre triunfara.
Los resultados de las elecciones me dejaron estupefacto. Me obligaron a revisar mis valores, paradigmas, y me llené de pena, de haber asegurado que Donald Trump, carecía de posibilidades de llegar a ser presidente.
Desde entonces, he estado en una especie de cuarentena. Me he prohibido a mi mismo volver a escribir, sintiendo que la pena no se me quita. Hubo una excepción, inmediatamente después del triunfo de Trump; a los 3 días escribí un pequeño artículo Lecciones del 11/9: El Tsunami Político. Lo hice tratando de aceptar mi tremendo error y buscando hacer sentido de lo que no tenía sentido.
Este es el primer artículo desde entonces y tiene el objetivo de probar que las penas se vuelven buenas, como dice la prosa de una canción.
Primero, la pena de mi equivocación me ha vuelto humilde, me ha regresado a mis orígenes de un ignorante que quiere dejar de serlo. Con frecuencia, en reuniones sociales o presentaciones profesionales, acostumbraba a compartir como “experto” puntos de vista relacionados con la política. Ahora callo y escucho.
Segundo, las penas de haber estado tan equivocado, me obligan a leer y pensar más, por supuesto a escribir menos, y veo con gran escepticismo los resultados de encuestas. Cuando alguien da una opinión, no sólo escucho la opinión ofrecida sino que trato de indagar ¿Qué está atrás de esa opinión?
Tercero, veo con gran morbo intelectual a los que no opinan, y me pregunto, ¿Qué pensarán?, ¿Qué especial expresión de sus miradas revela simpatía o antipatía por algo?
Cuarto, a pesar de mi vocación científica, preferencia por lo lógico y racional, veo y compruebo que la gente menos y menos cree en eso. La gente favorece emociones y sus sesgos personales sólo les permite oír lo que les gusta, y rechazan lo que no les gusta.
Quinto, las penas se han vuelto buenas porque estas penas me han permitido darme cuenta que la palabra democracia, como concepto, es defectuosa y hasta perversa, pues fue la democracia al estilo del Colegio Electoral de los Estados Unidos, la que hizo que alguien sin preparación, sin vocación de servicio, sin escrúpulos, se hiciera Presidente.
Finalmente, las penas muestran que me da vergüenza. De estar apenado aprendo, de haber estado en lo correcto sería más arrogante.
Las penas se vuelven buenas…