Maribel Hastings y David Torres
En medio del bombardeo extremista que una vez más marca otro ciclo electoral en Estados Unidos, hay dos museos que toda persona en este país debería visitar o al menos leer al respecto. Ambos están situados en Alabama, un estado con un triste historial de racismo y segregación: uno es el Museo del Legado: Desde la Esclavitud hasta la Encarcelación Masiva; el otro es el Monumento Nacional para la Paz y la Justicia.
Tan sólo el nombre de cada uno de estos recintos llama de inmediato a la reflexión sobre el momento histórico que vivimos en relación con otros hechos que han dejado una cicatriz muy visible y aún dolorosa en la sociedad estadounidense; una cicatriz que vuelve a brotar cada vez que un acto de racismo se manifiesta en alguna región del país.
Los dos museos pasan revista a la horrible historia de la esclavitud en Estados Unidos y cómo, al ser abolida en los libros, se pasó a otras variantes del abuso de poder de un grupo racial, los blancos, sobre otros, los afroamericanos y otras minorías. Dicho abuso se manifestó en forma de segregación, linchamientos y toda una suerte de medidas a nivel gubernamental para prohibir el acceso a la educación, la salud, la vivienda y el voto; es decir, para entorpecer todo lo que suponga igualdad de derechos y condiciones entre todos los que habitamos en este experimento llamado Estados Unidos.
Con el resurgimiento de infinidad de actos de odio en este siglo 21, que se suponía iba a traer más igualdad, solidaridad y cercanía en un mundo globalizado, nos damos cuenta de que ese capítulo del racismo y la discriminación no ha terminado, que los libros de historia de un próximo futuro deberán agregar las amargas experiencias que nos han tocado vivir casi en tiempo real con el advenimiento de las redes sociales.
Visitamos ambos museos la semana pasada junto a los colegas de America’s Voice. Estar ahí es, de hecho, un ejercicio que expone cuán vulnerable sigue siendo nuestra democracia. Es decir, si algo han puesto sobre la mesa los sucesos políticos de los años recientes, es que ese mismo odio racial y el extremismo que han marcado nuestra historia siguen vivos en un sector de la sociedad estadounidense que continúa resistiéndose a la diversidad que ha hecho de Estados Unidos la potencia mundial que es. Ese grupo sólo esperaba por un líder, un caudillo que con su discurso divisivo y extremista “normalizara” ese veneno. Y lo encontró en Donald Trump y en todas las figuras conservadoras que, al anteponer el poder a la sensatez, han hecho que el Partido Republicano de hoy día adopte y condone un mensaje y lenguaje extremistas antes limitados a grupos marginales.
Y han encontrado tal eco desde la aparición de Trump en el panorama político estadounidense, que no tienen pudor alguno en ser señalados de racistas, ni mucho menos establecer estrategias político-electorales con base en esa retórica, pues han despertado ese odio voraz que aún ejerce un gran segmento de la población del país.
La diferencia es que ese odio antes se circunscribía hacia los afroamericanos, aunque la discriminación también la sufrieron y la siguen sufriendo no sólo ellos sino los hispanos, los nativos estadounidenses y otras minorías. No por nada algunos de los letreros exhibidos en el museo daban cuenta de que no se permitían “Negros, Mexicanos, Puertorriqueños ni Perros”. Y como suele suceder, los racistas siempre encuentran un nuevo chivo expiatorio al que apabullar, y en ese sentido los inmigrantes de color son en este momento el objetivo favorito de esos extremistas.
Para muestra, un botón: dos gobernadores republicanos, Ron DeSantis, en Florida, quien también aspira a la nominación presidencial republicana en 2024; y Greg Abbott, en Texas, utilizando a refugiados como carne de cañón para satisfacer al segmento electoral más extremista, compiten por ver quién es el más antiinmigrante en relación con Trump, quien también aspira a volver a la Casa Blanca y, hasta ahora, de hecho, es el favorito entre los votantes republicanos.
Lo peor del caso es que los extremistas y proponentes de teorías conspirativas creen que su lenguaje de odio no tiene efecto alguno en la sociedad. La intentona de golpe de Estado el 6 de enero de 2021, motivada por las declaraciones de Trump y de otras figuras de que le habían “robado” la elección que perdió ante Biden en 2020, es un ejemplo de las sangrientas consecuencias del extremismo. También lo han sido las masacres en varias ciudades del país perpetradas por desequilibrados contra hispanos, afroamericanos, judíos y otras minorías.
Hace unos días, Robert Bowers fue declarado culpable por asesinar a 11 personas en la sinagoga Tree of Life en Pittsburgh, Pennsylvania, en 2018. Bowers enfrentó 63 cargos federales, 11 de ellos por delitos de odio en la muerte de cada una de sus víctimas. El jurado ahora determinará si lo sentencia a muerte.
Todos estos casos son un triste recordatorio de que el odio y el extremismo pululan por cada rincón de este país. Tristemente la sórdida historia de racismo que los dos museos de Alabama recogen para que no se nos olvide sigue latente. Por ello es importante su existencia, a fin de aprender por qué el racismo y la discriminación han sido parte de la experiencia estadounidense y por qué otros grupos, como los migrantes de hoy, aún perciben ese tipo de rechazo en este siglo, después de la gloriosa lucha por los derechos civiles más de 50 años atrás. Es decir, estar ahí sirve para recordar esa visita como un puente entre la experiencia actual del migrante y sus múltiples conexiones con la historia afroamericana.
Lo peor del caso es que al presente sobran muchas figuras racistas, segregacionistas y antiinmigrantes que estarían deseosas de volver al pasado. Lo cual denota que la lucha por la igualdad en este país es infinita.