Hace algunos años, en un municipio fronterizo en el que había tomado posesión el nuevo alcalde, miembro del Partido Revolucionario Institucional (PRI), tras haber sido electo por voluntad popular, decidió, de acuerdo con su leal Cabildo, hacer nombramientos de funcionarios en áreas a las que hasta aquel entonces no se dedicaba gran atención.
Así, designó a un secretario del medio ambiente. El cargo recayó en un profesionista de la construcción, capaz en sus actividades laborales personales, pero sin experiencia política, ni dominio del tema ambiental, quien repentinamente se sintió no solamente capaz para cumplir con la misión encomendada sino que, además, se sentía en el umbral de una brillante carrera política en momentos en que la tecnocracia creciente de la época requería de nuevos valores.
En fin. Asumió sus funciones y ya en el atardecer del primer día como funcionario municipal, poco antes de concluir sus labores del día, uno de sus subalternos le dijo que tenía una llamada telefónica de alguien que estaba interesado en conocer cuáles eran sus funciones.
Descolgó el auricular (como dirían los clásicos) y engargoló la voz para dar respuesta a la llamada.
En el aparato telefónico se escuchó una voz que le preguntó “¿Es usted el que se encarga de mejorar el ambiente en esta ciudad?”.
El flamante funcionario, honrando su investidura replicó: “Sí, esa es la misión que el alcalde me ha encomendado”, y para ir poniendo en práctica el lenguaje que como disciplinado político debiera utilizar, en una época en la que había un mando político vertical agregó, “Desde luego que nuestra función estará inspirada en los principios revolucionarios como lo ha marcado nuestro presidente municipal, en cumplimiento con las indicaciones del Señor Gobernador quien interpreta fielmente la política del Primer Mandatario de la Nación”, contestó el novel político con aire de suficiencia.
“Entonces estoy hablando con la persona correcta”, le repuso el interlocutor telefónico.
“Así es, ¿En que le puedo servir?”, expresó el funcionario.
“Mire usted”, se escuchó la voz del anónimo ciudadano, “Yo estoy en una fiesta de lo más aburrida, y como me dijeron que usted es la persona que se encarga de mejorar el ambiente, le quiero pedir, por favor, que nos mande un mariachi o un farafara, unas botellas de tequila y de ser posible unas chamaconas, para ver si el ambiente se compone, porque esto está de la chin…”.
Desde luego aquello había sido una broma que le habían jugado sus cercanos colaboradores, que si bien no tenían la suerte de haber recibido cargo importante alguno en la nueva administración municipal, sí tenían una gran experiencia en lidiar con funcionarios improvisados, como él, que estaba pagando su noviciado.
La anécdota viene a colación con lo ocurrido a muchos años de distancia con el subsecretario (ex) del Medio Ambiente del Estado de Tamaulipas, Roberto Salinas, quien protagonizó hace unos días un escándalo en la capital tamaulipeca, donde, en estado de ebriedad impactó un vehículo con el coche que conducía, propiedad del Gobierno del Estado. Aquello, ya de por sí lamentable, se agravó cuando el funcionario se dio a la fuga irresponsablemente y en su desesperado intento por escapar de la escena del accidente y de la exhibición pública de que sería objeto, chocó más adelante con otra unidad motriz para ir finalmente a incrustarse en una palma que frenó su infructuosa huida, demostrando, eso sí, que las palmas sembradas en la vía pública, no solamente cumplen con la misión de mejorar el medio ambiente sino que pueden, como en este caso, evitar tragedias mayores.
Del hecho de referencia han sido abundantes las alusiones en las redes sociales. A lo largo de su carrera en la administración pública Salinas nunca recibió tantas menciones en tan corto tiempo. Esposo de una legisladora, su acción no puede quedar como algo circunscrito a su propia y exclusiva responsabilidad.
De la cruda por su alta ingestión de alcohol debe haberse recuperado ya; la cruda política difícilmente será superada.
Hemos leído comentarios de personas que no solamente respetamos, sino que admiramos por su constancia como formadores de la opinión pública, en el sentido de que no debió el infortunado como frustrado servidor público haber conducido un vehículo oficial mientras se dedicaba a ingerir en exceso bebidas embriagantes. La respuesta es que no debió conducir vehículo alguno, oficial o particular. Es más, su investidura, como la del resto de los funcionarios públicos, sobre todo aquellos de los niveles superiores en la estructura estatal, debería hacerlos muy cuidadosos de su imagen personal que, de alguna forma, es la imagen del nuevo gobierno.
Lo anterior es aplicable, desde luego, a las administraciones municipales y del nivel federal, sobre todo en tiempos en que la credibilidad de las acciones gubernamentales se encuentra sumamente deteriorada.
Pero más allá de los lamentables hechos que referimos, la acción firme de las autoridades en el sentido de tener un control sobre las unidades motrices oficiales, tanto en su adecuado uso como en los horarios en los que deben ser utilizadas, deberían ser un aspecto importante que debe ser regulado, y si existe la regulación ya, ser estrictos con su cumplimiento.
Era común en la administración gubernamental inmediata anterior ver circular vehículos oficiales en las carreteras texanas, inclusive en los fines de semana, que se supone no son laborables. Todo mundo sabe que eran utilizados para ir de compras al comercio del sur de Texas o bien, también muy sabido, para disfrutar de la comodidad de las casas que muchos funcionarios tenían o tienen en el lado estadounidense.
El consumo de gasolina y los presupuestos para la adquisición de vehículos se han convertido en temas altamente polémicos en la actualidad, dada la crisis innegable que México está confrontando. Regular su uso racional y apegado a las necesidades oficiales debería ser prioridad en momentos en los que cada devaluado peso cuenta.
Los tiempos en los que los funcionarios podían disponer del patrimonio oficial para su uso personal, si no han quedado atrás, deberían quedar atrás. De lo contrario, tarde o temprano, lo justo y correcto es que paguen las consecuencias quienes no lo entiendan así.