Honduras: ¿Chavismo de derecha?

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Andres Oppenheimer
Andres Oppenheimer

Por Andrés Oppenheimer

El gobierno del Presidente Trump ha hecho lo correcto al denunciar duramente el autoritarismo de los presidentes izquierdistas de Venezuela, Bolivia y Nicaragua, pero debería hacer lo mismo con el presidente derechista de Honduras.

Desafortunadamente, Estados Unidos se ha demorado mucho en responder, y lo ha hecho muy débilmente, a las irregularidades generalizadas en las elecciones del 26 de noviembre en Honduras, que tanto el presidente Juan Orlando Hernández como su rival Salvador Nasralla, líder de una coalición de izquierda, afirman haber ganado.

Peor aún, Estados Unidos no ha denunciado las maniobras anteriores de Hernández para postularse para la reelección, cuando la constitución hondureña se lo prohibía.

¿Por qué debería Trump criticar a un autócrata que es amigo de Estados Unidos?, se preguntarán algunos. La respuesta es que, haciendo la vista gorda a un autócrata de derecha, Estados Unidos pierde autoridad moral para denunciar a los autócratas de izquierda.

“El silencio y la pasividad de la administración Trump al pasar por alto estas irregularidades generan todo tipo de sospechas de que Estados Unidos tiene una doble moral en cuestiones de democracia y derechos humanos”, dice José Miguel Vivanco, director para las Américas de la organización de derechos humanos Human Rights Watch. “Es un cáncer que destruye la credibilidad de los Estados Unidos… Permite a los gobernantes autoritarios decir que Washington toma sus decisiones en forma selectiva, según sus intereses políticos”.

Hernández tiene una relación cercana con el jefe de gabinete de Trump, el general John Kelly, desde los días en que Kelly era el comandante del Comando Sur de los EEUU en Miami. El presidente hondureño es visto por los funcionarios del gobierno de Trump como una especie de dictador benigno, un líder de un país pobre que ha logrado reducir la tasa de homicidios del país, que es una de las más altas del mundo.

Hernández también es visto entre los asesores de Trump como uno de los pocos aliados sólidos de Estados Unidos en América Central, donde Nicaragua y El Salvador son gobernados por ex guerrilleros marxistas que son aliados de Venezuela.

Pero no se puede negar que Hernández ha acaparado prácticamente todos los poderes en Honduras, en forma parecida a la que lo han hecho los gobernantes izquierdistas de Venezuela, Bolivia y Nicaragua. Puso a allegados suyos en la Corte Suprema y el Tribunal Supremo Electoral, y cambió las leyes para poder postularse para un nuevo mandato de cuatro años, en contra de lo que permitía la constitución.

Las recientes elecciones hondureñas supervisadas por el Tribunal Supremo Electoral controlado por Hernández fueron tan turbias que la misión de observación electoral de la OEA se fue sin emitir un veredicto. En un informe del 6 de diciembre, la misión de la OEA dijo que las elecciones se vieron empañadas por una “falta de garantías y transparencia” y una “acumulación de irregularidades, errores y fallas sistemicas”.

El TSE misteriosamente interrumpió el conteo de votos cuando Nasralla ganaba por 5 puntos porcentuales, con el 57 por ciento de los votos contados. Luego, varias horas después, los resultados del TSE empezaron a mostrar a Hernández achicando la diferencia. Más tarde, Hernández ganaba por el 1.5 por ciento de los votos.

Nasralla, un ex conductor de televisión cuyo principal apoyo político es el ex presidente Manuel Zelaya, un aliado del régimen venezolano que también trató de perpetuarse en el poder, calificó los resultados electorales como un fraude. Hubo violentas protestas en las calles que dejaron al menos cuatro muertos, incluida una adolescente.

¿Qué dijo Estados Unidos a todo esto? Muy poco. Después de varias declaraciones llamando a la calma, la portavoz del Departamento de Estado, Heather Neuert, dijo más de una semana y media después de las elecciones que “estamos trabajando con autoridades y líderes políticos hondureños para aumentar la transparencia y la rendición de cuentas allí”.

Fue una declaración sumamente blanda, especialmente comparada con las justificadamente duras denuncias del Departamento de Estado contra los abusos electorales de regímenes izquierdistas.

Para ser creíble, el gobierno de Trump debe entender que no hay tal cosa como un dictador bueno. Aliarse con autócratas de derecha es moralmente incorrecto, socava las acertadas críticas a los dictadores de izquierda y, tarde o temprano, repercute en contra de Estados Unidos.