POR ANDRES OPPENHEIMER
ESTAMBUL, Turquía – Visitando Turquía poco después de la impresionante victoria electoral del líder opositor de izquierda Andrés Manuel López Obrador en México, no pude evitar hacer algunos paralelos entre los dos países, y desear que México no siga el camino autoritario de Turquía.
A principios de esta semana, el presidente turco y ex alcalde de Estambul, Recep Tayyip Erdogan, que ha sido el líder de facto de Turquía desde 2003, comenzó un nuevo mandato presidencial de cinco años.
Erdogan gobernará este país de 81 millones de habitantes con amplios poderes, luego de un referéndum el año pasado que le dio mayores poderes al presidente. Envalentonado por su victoria en el referéndum, Erdogan celebró elecciones anticipadas el 24 de junio y ganó con el 53 por ciento de los votos.
Pero es difícil tomar la victoria electoral de Erdogan demasiado en serio. Su principal rival tuvo que hacer campaña desde la cárcel, y más de 200 periodistas y académicos están en prisión por criticar al gobierno. Las críticas al gobierno en los medios “han desaparecido en gran medida”, dice Amnistía Internacional.
Cuando uno conduce a lo largo de las avenidas principales de Estambul en estos días, encuentra letreros cada 50 metros con la imagen de Erdogan. Sus críticos dicen que Erdogan se ha convertido en un sultán de la era moderna.
Sería injusto pronosticar que López Obrador se convertirá en un Erdogan mexicano, pero sería igualmente irresponsable descartarlo de entrada.
Ambos hombres son ex alcaldes de las grandes ciudades e históricamente han obtenido su mayor apoyo entre los pobres. Ambos desprecian lo que describen como élites pro-estadounidenses, y tienen poca tolerancia hacia los periodistas críticos.
Y a pesar de muchas diferencias -Erdogan tiene ambiciones regionales como líder islámico, mientras que López Obrador parece menos interesado en la política exterior- sus respectivos países son centros manufactureros regionales que en las últimas décadas han abierto sus economías y multiplicado sus exportaciones al mundo industrializado.
Al igual que Erdogan, López Obrador – conocido en México por sus iniciales, AMLO – también ha mostrado algunos rasgos autoritarios. Después de su derrota en las elecciones presidenciales de 2006, se negó a aceptar su derrota, y sus seguidores bloquearon las principales avenidas de Ciudad de México. AMLO luego se autodesignó “presidente legítimo” de México, generando críticas de que no estaba aceptando las reglas de la democracia.
Anteriormente, se había negado a aceptar su derrota cuando perdió las elecciones de 1994 para gobernador del estado de Tabasco.
Más recientemente, en un tweet del año pasado, AMLO acusó al periódico Reforma de ser un representante de lo que describió como la prensa “fifi, alquilada y deshonesta”.
Para su crédito, AMLO ha moderado su tono recientemente. Desde su elección, ha dado señales esperanzadoras de que respetará al sector privado y a la prensa independiente.
Pero si AMLO decidiera regresar a su pasado autoritario, su aplastante victoria electoral le dará poderes extraordinarios.
El presidente electo y sus partidos aliados controlarán 307 de las 500 bancas de la Cámara de Diputados, y 68 de los 128 Senadores. AMLO sólo tendría que atraer a algunos partidos pequeños en el Congreso para cambiar la Constitución de México y eliminar la cláusula por la cual los presidentes mexicanos sólo pueden cumplir un mandato de seis años.
Aunque no se convierta en un autócrata, AMLO ha ganado un mandato en las urnas que lo hará un presidente más fuerte que sus predecesores más recientes.
Como señaló el columnista Jesús Silva Herzog-Márquez en el diario Reforma, el partido de AMLO – llamado Morena – no es realmente un partido político, sino una coalición de grupos ideológicamente diversos. “El punto de unión de esa organización no es un programa, sino una persona. Ha nacido en México un partido de caudillo y es mayoritario”, señaló.
Lo más probable es que AMLO sea más pragmático de lo que sus críticos temen, en parte porque sus actuales asesores más cercanos son gente moderada. Pero, nuevamente, Turquía es un buen recordatorio de que un país que había tratado de convertirse en una democracia moderna en las últimas décadas puede dar una media vuelta, y volverse cada vez más autoritario.