Con motivo del Día de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas el 10 de diciembre, Kimberly Breier –la responsable de América Latina del Departamento de Estado– escribió varios tuits criticando acertadamente a los regímenes dictatoriales de Cuba, Venezuela y Nicaragua. Pero me pregunto por qué ni siquiera mencionó a Bolivia.
De hecho, al leer sus tuits de los últimos seis meses, no pude encontrar ninguna crítica a la destrucción sistemática de la democracia en Bolivia. Algo similar sucede con las democracias más grandes de América Latina: han exigido el restablecimiento de la democracia en Venezuela, por lo que merecen aplauso, pero casi nunca dicen una palabra sobre Bolivia.
Todos los países deberían haber alzado sus voces después del 4 de diciembre, cuando el Tribunal Supremo Electoral de Bolivia –controlado por el presidente boliviano Evo Morales– aprobó la petición de Morales de postularse para un cuarto mandato en 2019.
Si gana, lo que puede suceder, considerando que su gobierno dicta las reglas electorales, Morales permanecerá en el poder hasta el 2025, a pesar de una prohibición constitucional de reelecciones consecutivas y el hecho de que el pueblo boliviano votó en un referéndum en 2016 en contra de permitir que Morales se postule para un nuevo período en 2019.
Siguiendo el guión del venezolano Hugo Chávez, Morales cooptó a todas las instituciones independientes, cambia las leyes a su voluntad y dirige el país a su antojo. Los críticos se refieren a él como “Ego Morales”, entre otras cosas, porque construyó un museo de $7.1 millones dedicado a su vida y obra.
Antes de cada una de sus elecciones, Morales prometió no buscar la reelección, sólo para después cambiar las reglas y volver a postularse. Sus argumentos para reelegirse han sido tan burdos, que a veces dan risa.
Después de ganar su primera elección, Morales cambió la Constitución y le cambió el nombre al país, a “Estado Plurinacional de Bolivia”. Luego, argumentó que la prohibición constitucional de reelecciones inmediatas ya no aplicaba, porque ahora Bolivia era otro país, y su primer mandato ya no contaba como tal.
Después de perder el referéndum de 2016 sobre su derecho a la reelección, Morales dijo que la votación no era vinculante. Luego dijo que volvería a postularse, alegando que la Convención Interamericana de Derechos Humanos dice que todo el mundo tiene el derecho a aspirar a cargos públicos.
En otras palabras, Morales –como Daniel Ortega en Nicaragua antes– puso patas para arriba a una norma que intenta garantizar los derechos políticos de todos, y quiere interpretar como un supuesto derecho de los tiranos para permanecer en el poder de por vida.
Y, sin embargo, ni Estados Unidos, ni la Organización de Estados Americanos están hablando mucho sobre el golpe de Estado en cámara lenta que viene llevándose a cabo en Bolivia.
Este silencio puede deberse a que en Bolivia no hubo el derramamiento de sangre que se ha visto recientemente en Nicaragua y Venezuela, ni se sabe que hayan tantos presos políticos como en Cuba, Venezuela o Nicaragua. Y en el caso de Estados Unidos, puede deberse a que no haya tantos votantes bolivianos como cubanos o venezolanos.
El ex presidente de Bolivia, Jorge “Tuto” Quiroga, está solicitando a la Comisión de Derechos Humanos de la OEA que solicite oficialmente a la Corte Interamericana de Derechos Humanos que decida si las reelecciones indefinidas pueden considerarse un “derecho humano”. Un fallo judicial contra esa triquiñuela legal invalidaría el nuevo intento de reelección de Morales.
“La convención interamericana de derechos humanos no debe ser usada para apoyar a un tirano en contra de la voluntad del pueblo boliviano, expresada en el referéndum de 2016”, me dijo Quiroga esta semana. “La comunidad internacional debe actuar ahora, antes de que sea demasiado tarde”.
Estoy de acuerdo. Muchas vidas podrían haberse salvado en Venezuela, y millones de personas no habrían tenido que huir del país, si la comunidad internacional hubiera condenado a Chávez cuando comenzó a desmantelar la democracia a principios de la década del 2000. Lo mismo está sucediendo en estos momentos en Bolivia, y los países deberían alzar sus voces ahora, antes de que sea demasiado tarde.