Por Andrés Oppenheimer
Tal vez sea porque muchos periodistas estamos pegados al televisor viendo la Copa Mundial, o porque le dedicamos demasiado tiempo a las diatribas diarias del Presidente Trump contra los inmigrantes, pero lo cierto es que la matanza de más de 200 manifestantes antigubernamentales en Nicaragua debería estar recibiendo mucha más atención internacional.
En los últimos dos meses, el régimen del presidente nicaragüense Daniel Ortega ha matado a más personas en protestas callejeras en su país que el dictador venezolano Nicolás Maduro en su represión contra los manifestantes de ese país sudamericano durante todo el año pasado. Y Nicaragua tiene una población de sólo 6 millones, comparada con los 32 millones de Venezuela.
Y sin embargo, sorprendentemente, Nicaragua no está en las primeras planas de los diarios estadounidenses o latinoamericanos. Y no se escucha hablar mucho sobre posibles sanciones internacionales contra altos funcionarios del régimen nicaragüense, como las sanciones financieras y de visas que varios países han impuesto a altos funcionarios venezolanos.
No es que haya muchas dudas sobre quién es el culpable de las muertes en Nicaragua. Los grupos de derechos humanos coinciden en que el régimen de Ortega y sus matones vestidos de civil, apoyados por la policía, son los responsables del baño de sangre.
“Aquí no hay una guerra civil. No hay enfrentamiento entre dos fuerzas armadas, sino fuerzas del gobierno que están llevando a cabo una masacre contra una insurrección cívica”, me dijo Carlos Fernando Chamorro, editor de la revista nicaragüense Confidencial.com.ni..
Según un informe del 22 de junio de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la Organización de Estados Americanos, hubo 212 muertos, 1,337 heridos y 507 arrestos desde que estallaron los disturbios callejeros a fines de abril hasta esa fecha. Al menos una docena más de manifestantes y transeúntes han muerto desde entonces.
La Iglesia Católica de Nicaragua, que está mediando entre el régimen y la Alianza Cívica –una coalición de estudiantes, sindicatos, grupos empresariales, académicos e intelectuales– le ha pedido a Ortega que convoque elecciones anticipadas para marzo de 2019 como condición para proseguir conversaciones de paz. La mayoría de los miembros de la Alianza Cívica quieren que Ortega se vaya de inmediato.
Incluso la comunidad empresarial de Nicaragua, que hasta hace poco en la práctica apoyaba a Ortega, ahora exige oficialmente que el presidente renuncie o permita elecciones anticipadas con observadores internacionales creíbles. Y hasta Humberto Ortega, el hermano del presidente y fundador del Ejército Sandinista, me dijo en un mensaje de texto que él también apoya que se realicen elecciones anticipadas en algún momento del 2019.
El mandato del presidente Ortega vence en 2022. El presidente está en el poder desde 2007, y – siguiendo el modelo venezolano- se reeligió en unas elecciones poco creíbles en 2016.
Ahora, la economía nicaragüense está casi paralizada. Muchos caminos están bloqueados, y la mayoría de las ciudades parecen pueblos fantasmas al anochecer.
“Hay un toque de queda de facto a las 6 de la tarde, porque la gente tiene miedo de salir”, me dijo Juan Sebastián Chamorro, director del centro de estudios del sector privado FUNIDES y miembro de la Alianza Cívica.
Antes de la represión gubernamental de las protestas, FUNIDES proyectaba un saludable crecimiento económico del 4.7 por ciento para Nicaragua este año. Pero ahora, si la turbulencia política actual continúa por otros dos o tres meses, FUNIDES proyecta que Nicaragua tendrá un crecimiento negativo de menos 2 por ciento.
¿Debería el gobierno de Trump imponer sanciones a los funcionarios nicaragüenses, como lo ha hecho con altos funcionarios venezolanos? La respuesta es sí, pero conjuntamente con otros países europeos y latinoamericanos.
Unas sanciones unilaterales de Trump podrían ayudarle a Ortega a hacerse la víctima y a recobrar cierto apoyo de sus bases sandinistas, según me dijeron algunos líderes opositores nicaragüenses. Pero las sanciones colectivas de Estados Unidos, Europa y América Latina a funcionarios nicaragüenses serían muy necesarias, agregan.
En los últimos diez años, los gobiernos de Obama y Trump, así como la comunidad empresarial nicaragüense, se equivocaron al no oponerse más categóricamente al golpe en cámara lenta que ha tenido lugar en Nicaragua.
Ahora, es tiempo de que el mundo ponga más atención al baño de sangre que está teniendo lugar en ese país centroamericano, y los países tomen medidas al respecto.