Maribel Hastings y David Torres
Hace 12 años, en 2010, en otra sesión de un Congreso saliente y con otro presidente demócrata, Barack Obama, que perdió la Cámara Baja ante los republicanos, hubo un intento de aprobar el Dream Act. El esfuerzo avanzó en la Cámara de Representantes, pero no pudo reunir los 60 votos requeridos en el Senado. En esa oportunidad 36 senadores republicanos y 5 demócratas mataron la iniciativa.
Parecía el momento más adecuado para hacer no sólo lo correcto, sino lo que convenía a ambos partidos y a la nación en general. Pero el mal consejo de la ideología y, sobre todo, la actitud de rechazo hacia el “otro” de la parte conservadora ganaron un terreno que hasta la fecha persiste como condena maldita que afecta sobre todo a inmigrantes como los Dreamers.
Es decir, es imposible hoy no tratar de encontrar paralelos aunque los hechos se hayan dado en diferentes contextos históricos y políticos. Obama, en la primera elección intermedia de su primer mandato, sufrió una paliza, que él llamó shellacking. Su Partido Demócrata perdió 63 escaños en la Cámara Baja y, por ende, el control; y también dejó ir 6 asientos en el Senado. Al menos ahora Biden mantuvo el control del Senado, y aunque los republicanos controlarán la Cámara Baja desde enero, sus ganancias fueron mínimas.
Sin embargo, la única constante de este panorama es que seguimos sin ver beneficios para los millones de indocumentados en el país, ni siquiera para los llamados Soñadores que gozan de tanto apoyo entre la población estadounidense. Ese es un hecho irrefutable en la sociedad, que sólo encuentra obstáculos a nivel político cuando se trata de votar por un tema que tiene todo por ganar y hacer ganar a la considerada aún economía más poderosa del planeta.
Son muchos los llamados para que este Congreso, todavía en manos demócratas, apruebe el Dream Act antes de que los republicanos asuman el control de la Cámara Baja el 3 de enero de 2023. Pero esos republicanos han asegurado que medidas que supongan beneficios para los inmigrantes no verán la luz del día; y no es difícil imaginarlo, toda vez que quien se perfila como el próximo presidente cameral, Kevin McCarthy, republicano de California, es del bando de los hasta ahora fieles a Donald Trump. De hecho, ya ha amenazado con iniciar un proceso de destitución contra el secretario de Seguridad Nacional (DHS), el cubanoamericano Alejandro Mayorkas.
De este modo, es de anticiparse que en lo que resta de sesión es probable que los demócratas intenten avanzar lo que no hicieron en los pasados dos años; y es seguro que los republicanos bloqueen los intentos. Lo novedoso sería que nos sorprendieran e hicieran lo correcto y al menos avanzaran la legalización de los Dreamers como un “enganche” a la esquiva reforma migratoria. Pero aun así, se comprobaría una vez más que los demócratas siempre dejan todo para la última hora, cuando ya casi no queda más que la esperanza para lograr algo positivo en función del tema migratorio, mientras los republicanos asumen una actitud de haberlo ganado todo, no para el beneficio común, sino exclusivamente para su enclave político, sin darse cuenta de que gobernar para unos es gobernar para nadie en una democracia.
Ya hemos recitado hasta el cansancio los beneficios de la legalización para este país. Cada investigación sobre el tema nos dice que los Dreamers agregan más de 40 mil millones de dólares al año al Producto Interno Bruto (PIB), lo que se traduce en casi seis veces más que los 7 mil millones de dólares que DACA le cuesta a Estados Unidos. Los Dreamers están presentes en todas las facetas de nuestra economía: son consumidores, inversionistas, han abierto negocios y son empleadores. Y con su preparación académica han fortalecido la competitividad internacional de Estados Unidos.
¿Qué otra prueba de compromiso personal, social, cultural o económico necesita la parte antiinmigrante de Estados Unidos para humanizar no sólo a los Dreamers en su concepción, sino para humanizarse ellos mismos de cara a un tema definitivamente también humanitario? Es un hecho que el Estados Unidos de hoy ya rebasó hace mucho tiempo la visión del nacionalismo blanco, pero ese segmento de la sociedad no ha aceptado esa realidad, de tal modo que se revuelca en su propio odio e insensatez antes que reconocer la existencia de un nuevo país.
Lo peor del caso es que la acción diferida (DACA) que desde 2012 protege a los Dreamers de la deportación y les concede permisos de trabajo sigue corriendo el riesgo de ser eliminada en los tribunales. Hay 600 mil beneficiarios de DACA y se calcula que otros 400 mil son elegibles, pero no pueden beneficiarse porque un fallo judicial no permite nuevos casos.
Estas sesiones de Congreso saliente (lame duck) no se caracterizan por grandes logros, toda vez que el partido que ganó el control pero no lo asume hasta enero, en este caso los republicanos, no tienen el apetito ni la buena voluntad de apoyar medidas de los que perdieron el control cameral. La mala fe y la politiquería no son buenos consejeros. Y en el caso de los republicanos, pese a que su extremismo fracasó en las urnas, no parecen tener prisa, de momento, en abandonar su estrategia política. No es de esperarse, tampoco, que se les ablande el corazón ni los sentimientos para hacer el bien a quien lo necesita, y por ello no nos referimos solamente a los Dreamers en este caso, sino a la sociedad estadounidense en su conjunto.
De todos modos, la todavía mayoría demócrata debe tratar de cerrar un año electoral donde no les fue tan mal como se anticipaba, impulsando la legalización de los Dreamers para al menos comenzar a hacer realidad tanta promesa incumplida.